ACAMPADA INTERNACIONAL

POR LA JUSTICIA SOCIAL Y LA DIGNIDAD DE LOS PUEBLOS

LEVANTAR LA DIGNIDAD DE LOS PUEBLOS

Carlos Terán Puente[1]

7 de septiembre 2001

“Del suelo sabemos que se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los animales que corren por los campos o vuelan sobre ellos, se levantan sus hombres y sus esperanzas. También del suelo puede levantarse un libro, como una espiga de trigo o un flor brava. O un ave. O una bandera. En fin, ya estoy otra vez soñando...” (José Saramago)

Del suelo debe ser levantada, también como cosecha de maíz trascendente, la dignidad de los pueblos de la América Afro Indo Mestiza. La justicia social también debe levantarse del suelo para que camine libre como ahora no anda.

Dignidad y justicia social no son palabras que puedan correr abstractas por mundo de las declaraciones (como ahora sucede). Dignidad y justicia, bases para la paz, son formas de vida y de relación entre humanos y humanas que tienen que ser levantados del suelo, donde están ahora.

Hacia 1830, cuentan que el Ecuador se levantó del suelo, nació como sistema social republicano. Pero tuvo un problema congénito. Apenas se alzó del coloniaje español, tuvo y mantuvo las estructuras que apenas pudo aprender y copiar de la vieja Europa que se derrumbaba para dar paso al proceso de acumulación capitalista con nuevos ejes de poder.

Se levantó la república del Ecuador, la que describe Leopoldo Benítez en su “drama y paradoja”, se levantó poniendo el pie y la bota militar sobre la dignidad de los pueblos, desconociendo absolutamente las diversidades que ahora, entrado el siglo XXI, muchas personas lo tenemos por lo menos claro. Es verdad que algunos siguen ciegos a la diversidad y creen que no hay más que una nacionalidad y un solo Ecuador.

El Ecuador, el de los pueblos indios y negros que suman como doce nacionalidades en estos tiempos. Algunos están en peligro de extinción, como los pueblos záparo, awa, chachi... Otros pueblos han sido extinguidos y borrados de la faz de la tierra como los Tetetes, aunque hay gente que dice que los tetetes no existieron.

Todos los pueblos que hoy están —estamos-, estuvieron y estaban cuando el Ecuador se levantó como república. Estaban pero fueron desconocidos y no se les permitió levantarse del suelo para formar parte del sueño de Bolívar. Se levantó un modelo de estado homogéneo, centralista, etnocéntrico, plutocrático, elitista, domeñado por la bota militar y el sable, por la oligarquía naciente que vivía con los ojos puestos en los modelos de la Europa decadente.

Las estructuras nacionales brotaron y fueron levantadas del suelo ciegas al propio suelo, a la situación de dominación interna de un pueblo sobre otro. Simón Bolívar, cuando casi terminaba la cruzada libertaria, ya nos advirtió: si los pueblos de este lado no se unen, el imperio del norte será el que ejerza la dominación. Pero la unión solo es posible en el reconocimiento y respeto de las diversidades.

Allá, en los procesos sociales y políticos de hace 170 años, en las luchas de poder entre los imperialismos inglés, estadounidense e ibérico, se puso la semilla de lo que ahora se levanta del suelo como la gran amenaza: el ALCA. Por eso es necesaria la revisión del proceso histórico de nuestro Ecuador.

Estaban los criollos, civiles y militares sobre los hombros del indio, del negro y del montuvio, de la india, de la negra y la montuvia. Estos pueblos eran los que labraban la tierra, recogían el caucho, el café y el cacao, se reventaban en las minas o en los obrajes. Ellos y ellas eran las que servían en las casas de los gamonales y los palacetes de los pretendidos aristócratas.

Luego esos mismos pueblos diversos estarían en las fábricas textiles y luego en las empresas florícolas o en las empresas madereras o en las compañías cultivadoras de palma o en las bananeras, o en plantaciones de arroz y caña de azúcar. Luego en las mastodónticas compañías petroleras constructoras de oleoductos que se llevan afuera la sangre negra de la madre tierra amazónica. Muchos estarán en las empresas de seguridad y fuerzas represivas creadas para defender los intereses del capital.

El Ecuador levantado así, como estado-república, como estructura política sigue, a la vueta de dos siglos, mirando hacia fuera, esperanzado en la exportación en los puertos libres, en las zonas francas y en las aduanas sin control. Espera, ingenuo, del ALCA.

Nuestro Ecuador, como un todo homogéneo y artificial, existe solo en la imaginación y la mente de los grupos dominantes y sus amos de afuera. Este Ecuador tiene deformado el cuello y desorbitados los ojos de tanto mirar afuera, de tanto posar la mirada en las inversiones de los negociantes de Estados Unidos o de Europa. En el ALCA.

Mientras los hermanos Noboa, los Isaías, Febres Cordero, Alvaros Novoa y demás familias y familiares de las élites de poder económico se apoyan en la ilusión del Ecuador único y homogéneo, unitario y uniforme, centralizado y posible de ser gobernado (aunque la in-gobernabilidad les provoca insomnio), el verdadero Ecuador se desgrana en pueblos que buscan referentes y se construyen en medio de una guerra creciente.

Cuando se recorre la frontera, esto es, recorrer las provincias de Esmeraldas, al norte, Carchi, Sucumbíos, Orellana, los primero que llama la atención es esa multiplicidad de pueblos ubicados —lanzados con el tiempo y las aguas- a la periferia del territorio.

Diez pueblos, indios, afro y mestizos, están en la franja fronteriza con Colombia. Los Kichwas, mestizos y Huaoranis en Orellana, Sionas, Secoyas, Kofanes, Shuaras, Kichwas, Afro y mestizos en Sucumbíos, Awa, Afro y mestizo en Carchi, Afro, Awa, Chachi en Esmeraldas.

Diez pueblos, diez culturas, diez formas de ver el mundo desde la periferia del territorio y desde la periferia de la historia. Diez pueblos que testimonian la barbaridad congénita que arrastra el Ecuador como pretendido estado y estructura homogéneas, como estado centralista.

Los pueblos que viven en la franja fronteriza han librado una guerra crónica. Ahora, además, enfrentan el riesgo de otra guerra o, mejor, de otra cara de la guerra de dominación que han sufrido. Esta amenaza pende como espada inmediata y se suma a la guerra de siglos contra la penetración del Estado y la empresas que esperan mantenerlo sumido en los indicadores sociales más deplorables.

La vulnerabilidad social, es decir, la medición combinada de los indicadores de analfabetismo, desnutrición, riesgo de mortalidad infantil, pobreza y etnicidad, en todos los cantones de las provincias de frontera, se acerca a 100, nivel de máximo riesgo posible para una colectividad humana. Enfermedades como malaria, tuberculosis, dengue, chagas, son pan de cada día para estos pueblos.

Municipios que esperan recursos para hacer un centro de salud y el gobierno del Ecuador central les niega, cambian favores con la compañía que construye el nuevo oleoducto. Les abren paso por el precio de una unidad de salud, aunque luego no haya médicos que quieran rajarse por sueldos insuficientes para una vida digna ni medicinas.

La dotación de servicios básicos, agua segura, saneamiento ambiental, sistemas de salud dignos, escuela alegre, digna, pluricultural, democrática, apoyo para un desarrollo productivo que respete la biodiversidad, conservación y defensa del suelo, del aire y del agua de la contaminación petrolera, por agroquímicos y desechos de minería, posibilidades de desarrollo étnico, cultural, social, humano, todo esto es lo que claman los pueblos de la frontera norte.

El Ecuador de la periferia que es la frontera, los pueblos que la habitan y son habitados por esa tierra —los pueblos nativos llevan la naturaleza dentro de la piel-, presentan los peores indicadores de calidad de vida.

Esta es la guerra crónica que se ve agravada por la guerra que quieren desbordar desde Colombia.

En cierta forma, la guerra con militares que se anuncia con la bendición de EEUU no es más que una faceta adicional de la fuerza que han mantenido a los pueblos de frontera sumidos en un abandono que parecería pretender la extinción de los pueblos.

Una guerra crónica traducida en abandono.

Una guerra cínica, además. Mientras se restringe, reprime y coarta las posibilidades de desarrollo humano de los pueblos de la frontera, se extrae —aún a precio de militarización de la vida cotidiana-, los recursos naturales no renovables como el petróleo.

En las últimas tres décadas, el gobierno extrajo de la regio oriental más de 60 mil millones de dólares en petróleo, la mayor parte dejó que se lleven las empresas transnacionales y el resto está en las pretendidas metrópolis de Quito, Guayaquil y Cuenca.

Una guerra cínica en grado extremo porque al abandono y a la extracción de recursos, se suma la contaminación ambiental que es descontrolada, que es en mucho irreversible por siglos, que es asesina en silencio.

El impacto en la salud humana por tres décadas de contaminación petrolera de las aguas y el aire de la amazonía es —sin temor a equivocarme-, mucho más extenso y grave que el provocado por la fumigaciones con glifosato. Mientras avionetas colombianas piloteadas por empresas privadas fumigan, se prepara el terreno para otros 20 años de extracción petrolera, de contaminación de la naturaleza.

Los que viven en las zonas contaminadas por petróleo en la amazonía tienen 150% más probabilidad de enfermar y morir por cáncer que los habitantes de Quito. Las mujeres que viven en zonas contaminadas por las empresas petroleras tienen dos veces y media más posibilidades de aborto espontáneo que otras mujeres.

Somos hijos e hijas de este Ecuador.

 

Nos corresponde reconocer que la dignidad nuestra, la dignidad y la justicia social están por el suelo y que se levantarán del suelo cuando seamos capaces de vencer la guerra contra los diez pueblos que están en la frontera norte, y la guerra contra todos los pueblos que están en la periferia de todas las grandes ciudades y de las parroquias rurales y de los que están en los alrededores de las grandes empresas agroindustriales que convirtieron los cultivos de trigo y cebada en florícolas de exportación y convirtieron al campesino y del indio serrano, un obrero agrícola explotado.

 

La dignidad de los pueblos que forman esta estructura social, pasa por la conformación de acampadas y voluntariado, de militancia por la dignidad y la vida, por los derechos humanos, que se sumen a los pueblos explotados para levantarse del suelo.

 

Digo levantarse del suelo y me refiero a los que no están en la periferia del territorio. Solo en el acercamiento a los pueblos de la periferia podremos aprender a levantarnos del suelo como ellos se han mantenido en más de 500 años de resistencia.

 

Los shuaras de Sucumbíos, acosados escandalosamente por tristes patrullas de militares ecuatorianos en los últimos meses, enseñan como son los pueblos levantados del suelo: no se mueven y no se moverán “porque esta es nuestra tierra”, dicen.

 

Allá, en el corazón de la selva, están, habitan con sus valores, levantan casas con la sabiduría de sus padres, levantan escuelas y colegios interculturales, bronquean contra las maderas y las petroleras que creen que la selva es tierra de nadie.

 

Los shuaras sueñan con un centro de desarrollo cultural que sea conocido por el mundo y visitado. Se insertan en el mundo como son, identificados consigo mismos, con la naturaleza y la historia. Levantados del suelo como los demás pueblos de la frontera. Esperando que todas y todos seamos capaces de superar los siglos de un Ecuador etnocéntrico, centralista y homogenizante, artificial.

 

La guerra por la dignidad y la justici social es crónica, cínica y pendiente. Está más allá de las armas, la pólvora y el glifosato. No depende solo de los gringos y de los militares. Está más acá de la frontera y más allá de los tambores de guerra.

 

 

 

 


 


[1] Miembro Voluntario del COLECTIVO PRO DERECHOS HUMANOS, PRO-DH, Ecuador.